martes, 30 de junio de 2009

Capítulo 1: De la Gran Madre al Gran Padre

Capítulo 1
De la Gran Madre al Gran Padre


Por Iván Rodrigo García Palacios

En aquel tiempo los frutos de la tierra abundaban, las mujeres y los hombres vivían en igualdad y solidaridad (1). Las mujeres dedicaban su tiempo a parir, a cuidar de las crías, a cultivar y distribuir los alimentos, al mantenimiento de las habitaciones y del fogón y a las artesanías. Los hombres construían los lugares de habitación, recolectaban los alimentos del bosque y protegían a los miembros del grupo de las amenazas que cuasaba la naturaleza. Y, todos juntos, trataban de explicarse, con sus primeros gestos, señales y sonidos, los misterios y sucesos del mundo que los asombraban y aterraban con sus desmesuras; misterios y sucesos que atribuyeron a seres parecidos a ellos pero superiores y poderosos a quienes debían temer y congraciar: una Gran Madre generadora y protectora de la tierra, la que había parido al mundo y a muchos hijos.
Un día, aquella Gran Madre suspendió las lluvias, se secaron los ríos y los bosques, se congeló la tierra, hizo que la tierra se sacudiera y lanzara chorros de fuego, rocas y nubes de polvo hacia el cielo, los que ocultaron la luz del sol y la oscuridad se extendió por el mundo; los animales huyeron, los frutos se hicieron escasos, el hambre obligó a las mujeres, a los hombres y a sus crías, a errar por la tierra en busca de alimentos y, desde entonces, ya no fueron iguales ni solidarios.
En medio de su terror, desesperación y necesidades, los hombres culparon a la Gran Madre por sus desgracias y con ella, a las mujeres y, para que los protegiera de una madre tan cruel, invocaron un Gran Padre poderoso (2), generador y destructor que sometiera y dominara los poderes de la Gran Madre.
Aquellas cosmogonías y mitologías de la Gran Madre, “matriciales”, horizontales, solidarias e igualitarias, fueron sustituidas por las nuevas cosmogonías y mitologías invocadas por los hombres: “patriciales”, verticales, jerarquizadas y violentas, el Gran Padre que discrimina entre hombres y mujeres, fuertes y débiles, etc.
En las cosmogonías y mitologías “patriciales”, el motivo y figura de la mujer fue desplazada, sustituida, suplantada o sincretizada; de figura mítica protagónica, dadora de la vida y protectora de sus hijos terrenales, fue relegada a un papel sometido y sumiso de procreadoras, fuentes de placeres sexuales y servidoras domésticas de los dioses hombres. Y, aquellos poderes secretos y misteriosos de las mujeres que ni los dioses ni los hombres pudieron dominar, excluir o extirpar, los transformaron en causas del mal y del peligro con el fin de estigmatizarlos y perseguirlos.
La más refinada forma para someter aquellos poderes de la mujer al dominio del hombre la impuso la Iglesia Católica, cuando, por decreto, le otorgó el privilegio de ser dueña de un alma (3), no precisamente para reconocerla como igual con el hombre, si no para convertirla en una imagen sublimada e idealizada, en esclava, en servidora inocua e inofensiva, en inspiración y descanso del guerrero: La mujer que pisa la cabeza de la serpiente y somete, en sí misma, el misterio de su poder, ese ámbito sagrado, no revelado, anterior al “logos”, que asusta, desafía y subvierte, al poder masculino.
Esos dioses hombres que remplazaron y sometieron a las mujeres, se encarnaron en figuras míticas de guerreros, conquistadores, procreadores y proveedores. Seres poderosos que a su vez otorgaban el poder y sus poderes superiores a hombres terrenales privilegiados.
“Así como es arriba es abajo”. Esas cosmogonías y mitologías “patriciales” de los hombres se convirtieron en el modelo para la existencia cotidiana de las mujeres y los hombres terrenales.
Y fue Babel. Escindidos en su imaginario, las mujeres, sometidas al poder sexual y procreador, y los hombres, guerreros, conquistadores, dueños de vida y bienes en la tierra, iniciaron su dispersión por la tierra, con una lengua impuesta y dominante, controladora y confusa, también escindida. Una lengua en la que la vida que palpita está condenada a la clandestinidad, la represión y la persecución. Una lengua enfrentada en su propio seno en una lucha que excluye por igual a la vida, a las mujeres y a los hombres (4) y que, en su patológica escisión, destruye la verdadera fuente, la verdadera naturaleza del Ser Humanos: la vida natural de la que emana el espíritu, como lo planteara George Santayana (5).
Y desde entonces, mujeres y hombres, vagan por la tierra, en guerra perpetua consigo mismos y con el mundo; extrañados de su propia naturaleza y de la Naturaleza.

NOTAS

(1) Solidaridad: es la unión voluntaria de las fuerzas individuales en un grupo o comunidad para enfrentar al miedo y el peligro y satisfacer las necesidades de todos con equidad.
(2) Poder: unir, someter y dominar por la fuerza y el miedo a los miembros de un grupo o comunidad en beneficio de los más fuertes.
( 3) María Zambrano, Eloisa o de la existencia de la mujer, citado por Jesús Moreno Sanz, en La razón en la sombra, antología crítica, Siruela, Barcelona, 2004, pp. 453-454-455:
“Pero es el hombre solamente quien así vive. A pesar de que la Iglesia Católica, en uno de sus primeros Concilios, decidiera -por mayoría de votos- la posesión de un alma por la mujer, la igualdad metafísica no se verificó. Diríase que, en efecto, la mujer se supo dueña de un alma y se identificó con ella, pero no se supo espíritu, afán creador. No participó de la furia varonil por la existencia, ni por lo tanto, de su soledad. El alma nunca está sola. Por el contrario, ya Aristóteles dice que “el alma es en cierto modo todas las cosas”; y “que es como una mano”. Espacio de limites desconocidos donde pueden entrar todas las clases de seres, los diferentes géneros de realidad, en contacto con todas las cosas a condición de no lanzarse como el espíritu, o el “animus”, a buscar la libertad.
El hombre estaba solo y a su lado la mujer era el signo más claro e insoslayable de la persistencia de ese mundo del alma y de las realidades que no viven en la libertad. Si el espíritu creador es divino, el mundo del alma -de la mujer- es sagrado, es decir no revelado. Mundo anterior al “logos”, entra en contacto con el “logos” mediante el ofrecimiento de sus entrañas para que en ellas se realice; se haga corpórea realidad; carne y alma.
La mujer no participaba en la libertad del varón medieval; tampoco había participado en el descubrimiento del “logos” que la Filosofía hiciera en Gracia; ajena al mundo del “logos”, llevaba la perduración del mundo anterior y tendría que ser la máxima resistencia para la masculina libertad y su infinito anhelo de existir.
Así el varon ha de crear también a la mujer, poniéndola al servicio de su voluntad. Beatriz, la mediadora, la más clara imagen de la “dama”, es una idea para que sirvió de “materia” la Beatriz real. Bajo el amor platónico del caballero y de la poesía medieval, se deja sentir que la mujer es sólo el símbolo del querer masculino; la unidad ideal que el ánimo varonil necesita para desplegar su ímpetu. La dama lejana e inasequible unifica los tumultuosos instintos y ofrece un objeto en cuyo nombre el varón se atreverá a querer lo que de modo directo tal vez no podría. Imagen que por su atracción pone “fuera de sí” al varón, que se lanza a existir. El amor de la dama sostiene la voluntad metafísica del varón.
La mujer queda encerrada por el hombre dentro de una imagen sagrada. En ella se aparta, y se conserva a un tiempo, esa realidad persistente, indefinible y reacia. Una manera, quizás la más bella y creadora que tiene el hombre de tratar con lo sagrado -extraño e indefinible-, es reducirlo a una imagen... El proyectar una realidad en imagen es una manera de preservarse de ella, alejándola. Pero con esa ambivalencia propia de lo sagrado, la imagen que lo aleja mantiene al mismo tiempo su contacto. Y así el varón medieval, al crear la “imagen sagrada” de la mujer, se preserva de ella, asegurándose su presencia; la confina y la mantiene en todo el esplendor de su belleza, de tal manera que la antigua resistencia se convierte en instrumento de su querer.
La realidad que no es apresable en conceptos, puede, sin embargo, apresarse en imágenes. La imagen es más activa, más eficiente que el concepto, como si fuese la forma adecuada para esa realidad infinitamente activa, no sometida al “logos” y, por tanto, de la que todo puede esperarse y todo puede temerse. Las imágenes revelan esa realidad manteniéndola dentro de unos límites dóciles, en cierto modo, al querer del hombre que ante ellas se postra. Y al adorarlas y contemplarlas se alimenta de su fuerza, sin entrar en litigio; sin ofrecerle cosa distinta que lo que puede. La imagen preserva al hombre de ser destruido por la realidad que, sin ella, le acometería siguiendo su ley y apetencia propias. Y así lo sagrado se ha vertido siempre en imágenes, transformándose en protectora presencia. Al objetivarse la temible y atrayente realidad, deja espacio para la existencia de su adorador, que conquista, con su adoración, su independencia”.
(4) Edgar Garavito, Escritos escogidos, Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín, Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Medellín, 1999. El ensayo: Autonomía y heteronomía del discurso excluido, pp. 269-287.
(5) George Santayana, Platonismo y vida espiritual, Trotta, Madrid, 2006, p. 57.

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